César Miñambres Puig (Salamanca, España) fue un jurista –laboralista– de indiscutible prestigio como letrado y como docente. Era catedrático de la Universidad Complutense de Madrid. Fue maestro no solo para sus alumnos de Derecho, de grado o de máster o de doctorado, sino también para todo el que recurría a su ayuda.
Se sustituye el CV por el artículo publicado en El Debate www.eldebate.com/obituarios/20240717/todo-caballero-espanol_213778_amp.html, de Inma Castilla de Cortázar.
Todo «un caballero español»
A muchos de los que colaboramos habitualmente en medios nos asalta en estos tiempos un cierto desasosiego al vernos obligados a reiterar reflexiones que –por obvias– nos resultan soporíferas, manidas e indignantes al mismo tiempo, porque no cabe un mayor número de despropósitos con tamaña frecuencia. Vivimos momentos en los que valores elementales brillan por su ausencia, valores –mejor virtudes– como la responsabilidad, la veracidad, la lealtad, la fortaleza, la generosidad, la capacidad de esfuerzo, la coherencia, el rigor, la profesionalidad, el cultivo de la sensibilidad, la elegancia, la cortesía, el buen gusto. Esta ausencia de virtud es realzada hasta el ridículo, en el permanente circo protagonizado por los que, desafortunadamente, nos representan que no cejan en hacer gala de: la mentira como «modus operandi»; un sentimentalismo –que bien podría calificarse de puberal– como estrategia coactiva a sus cautivos votantes; la corrupción encubierta o a las bravas, en estos casos, como supuesta manifestación del ejercicio de derechos «legítimos»; la amnistía o el indulto como simulacro de magnanimidad, mientras se ensañan –con una inasumible doble vara de medir– con sus adversarios políticos, con los jueces que conservan su integridad o con los periodistas que no renuncian a su elemental compromiso deontológico de informar con verdad.
En este asfixiante contexto, que tanta pereza suscita para enfrentarse a una página en blanco, es un alivio poder compartir con nuestros lectores el ejemplo de un ciudadano cabal. Un jurista –laboralista para más datos– de indiscutible prestigio como letrado y como docente: nuestro entrañable amigo César Miñambres Puig que fallecía hace unos días rodeado de la oración, del agradecimiento y del cariño de los suyos y también debo incluir al personal del hospital Sanchinarro Norte de HM, donde se ganó el respeto y el afecto de todos por su conmovedora aceptación de la enfermedad.
Por cierto, el Prof. Miñambres era docente de la vejada, en los últimos tiempos, Universidad Complutense de Madrid, universidad de referencia que bien merece que desde esta Tribuna le hagamos justicia, recordando a quien ha dejado a lo largo de los años un listón de excelencia, por su preparación jurídica y su amplia experiencia con una trayectoria profesional nítida –sin atajos, ni tapujos, ni plagios–, su buen hacer, su rigor, sus dotes didácticas, sus inolvidables lecciones sembradas de una divertida casuística, su enérgico carácter que era acicate para la superación de quienes comprobaban, día tras día, que tenían la fortuna de tener tan cerca, tan accesible, a un maestro, a todo un señor que se había forjado como diría el poeta de Castilla «golpe a golpe, verso a verso» en una vida nada sencilla. Su angosto sendero del «caminante no hay camino, se hace camino al andar» estuvo a menudo sembrado de minas, que supo sortear con el temple de un caballero español. Su sentido de la justicia y del compromiso estaba grabado a fuego. Su hombría de bien le llevó a optar por ser perseguido antes que perseguir, ser deshonrado antes que deshonrar. De este modo, se forjó un modo de ser y de hacer experto en humanidad. Maestro no sólo para sus alumnos de Derecho, de Grado o de Master o de Doctorado, sino también maestro para todo el que recurría a su ayuda –entre los que me encuentro– curtido en enseñar a mirar adelante decididamente porque … «Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar», como magistralmente diría Machado. Maestro en ayudar a «pasar página» aunque la injusticia de los bellacos se cebara en nosotros y en su delirante proceder parecieran capaces de reducir a pavesas el trabajo esforzado, la trayectoria y la honorabilidad de toda una vida.
Iniciaba estas líneas con un nutrido elenco de virtudes, que las he ido enumerando porque todas ellas eran características del protagonista de esta Tribuna, incluidos el buen gusto, la pulcritud y la cortesía. A este propósito recuerdo una anécdota que le contó su segunda hija en mi presencia. Salía él de la Facultad, concentrado, ajeno a lo que le rodeaba. Un reducido grupo de universitarias conversaban distendidamente. Una de ellas al verle pasar, espetó con admiración: «¡Mirad este señor, qué buena pinta tiene!». Una de las presentes era su propia hija, que entre sorprendida y orgullosa contestó: «¡Si es… mi padre!». Efectivamente, era su padre que vivía y enseñaba a vivir que las «formas» expresan el fondo y que la vulgaridad en los modales o en la forma de presentarse… hace vulgar el corazón.
Unas horas antes de fallecer, estando semiconsciente o con su débil hilo de voz de vez en cuando, de pronto con una fuerza inusitada en aquellas circunstancias nos espetó como necesitando dejar explícita constancia de algo esencial: «¡los jueces son intocables!». Ahí, afloraba el bravo jurista y el ciudadano de bien, dolorido por la deriva de nuestra maltrecha democracia.
En este recién iniciado duelo agridulce –dulce al saberle en el mejor lugar cuyas delicias no podemos imaginar– nos viene como anillo al dedo aquel desahogo de Miguel Hernández ante la muerte de su amigo Ramón Sijé: «Tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler me duele hasta el aliento», … «¡compañero del alma, compañero!».